PERO CUANDO LLEGO LA 859 NOCHE

Schahrazada dijo:

"Y llegando a su cueva, se sumergió en sombrías reflexiones acerca de lo que debía hacer para vengar lo que debía ser vengado. En cuanto a Morgana, que acababa de salvar la casa de su dueño y las vidas de cuantos habitaban en ella, una vez que se hubo dado cuenta de que con la huida del mercader de aceite había desaparecido todo peligro, esperó tranquilamente a que amaneciera para ir a despertar a su dueño Alí Babá. Cuando éste se hubo vestido, sorprendido de que se le despertara tan temprano sólo para ir al baño, Morgana le llevó ante las tinajas y le dijo: "¡Oh, mi dueño! ¡Levanta la primera tapa y mira dentro!" Alí Babá, al hacerlo, se horrorizó y Morgana se apresuró a contarle cuanto había pasado, sin omitir un detalle, mas no es útil repetirlo aquí; e igualmente le contó la historia de las marcas blancas y rojas de las puertas, pero tampoco es de utilidad repetirla.

Cuando Alí Babá hubo escuchado el relato de su esclava, lloró de emoción, y, estrechando a la joven con ternura contra su corazón, le dijo "¡Bendita hija y bendito el vientre que te llevó! Ciertamente que el pan que has comido en está casa no ha sido comido con ingratitud. ¡Eres mi hija y la hija de la madre de mis hijos y de ahora en adelante serás mi primogénita!", y continuó diciéndole palabras amables, agradeciéndole su sagacidad y valentía. Después de esto, Alí Babá, ayudado por Morgana y el esclavo Abdalá, procedió al entierro de los ladrones, cuyos cuerpos, tras pensarlo mucho, decidió enterrar en una fosa enorme que cavaría en el jardín, haciéndolo él mismo para no llamar la atención de los vecinos. Así es como se desembazaró de aquella gente maldita.

Muchos días transcurrieron en casa de Alí Babá en medio del regocijo y de la alegría, menudearon los comentarios sobre los detalles de aquella aventura prodigiosa y dando gracias a Alah por su protección. Morgana era mas querida que nunca y Alí Babá junto con sus dos esposas e hijos, se esforzaba en darle muestras de su agradecimiento y amistad.

Un día el hijo mayor de Alí Babá, que era quien regía la antigua tienda de Kasín, dijo a su padre: "Padre mío, no sé qué hacer para agradecer a mi vecino el mercader Hussein todas las atenciones con que me abruma desde su reciente instalación en el mercado. He aquí que ya he aceptado en cinco ocasiones participar, de su comida del mediodía, sin ofrecerle nada en cambio. ¡Oh padre! Yo desearía invitarle aunque no fuese más que una sola vez y resarcirle de todas sus atenciones con un festín suntuoso y único, ya que convendrás en que es conveniente agasajarle debidamente, en justa correspondencia, a las atenciones que ha tenido para conmigo."

Alí Babá, rspondió: "¡Hijo mío, ciertamente ése es el mas grande de los deberes! Tendrás que dejarlo todo a mi cargo y no preocuparte por nada. Precisamente, mañana viernes, día de descanso, lo aprovecharás para invitar a tu vecino Hussein a venir a tomar con nosotros el pan y la sal, y si por discreción busca algún pretexto, no temas insistir y tráele a nuestra casa, en la que espero que encuentre un agasajo digno de su generosidad."

A la mañana siguiente, después de la oración, el hijo de Alí Babá invitó a Hussein, el mercader que recientemente se había instalado en el mercado, a dar un paseo. En compañía de su vecino, dirigió sus pasos precisamerae hacia el barrio donde estaba su casa. Alí Babá, que los esperaba en el umbral, se acercó a ellos con rostro sonriente y después de saludarlos, expresó a Hussein su gratitud por las deferencias que tenía para con su hijo y le invito cordialmente a que entrase en su casa a descansar y a compartir con su hijo y con él, la comida de la tarde, y añadió: "¡Bien sé que haga lo que haga, no podré recompensar las atenclones que has tenido con mi hijo, pero, en fin, espero que aceptes el pan y la sal de la hospitalidad!"

Hussein respondió: "¡Por Alah, oh mi dueño! Tu hospitalidad es grande ciertamente, pero ¿cómo puedo aceptarla si tengo hecho juramento de no probar nunca alimentos sazonados con sal y de no probar jamás ese condimento?" Alí Babá, respondió: "No tengo más que decir una palabra en la cocina y los alimentos serán preparados sin sal ni nada parecido." Y de tal modo instó al mercader; que le obligó a entrar en su casa. Rápidamente corrió a prevenir a Morgana para que no echara sal a los alimentos y prepararan las viandas, rellenos y pasteles, sin la ayuda de aquel condimento. Morgana, muy sorprendida por el horror de aquel huésped hacia la sal, no sabiendo a qué atribuir un deseo tan extraño comenzó a reflexionar sobre el asunto, pero no olvidó prevenir a la cocinera negra de que debía atenerse, a la orden de su dueño Alí Babá..

Cuando la comida estuvo lista, Morgana la sirvió en los platos y ayudó al esclavo Abdalá a llevarla a la sala del festín, y, como era de natural muy curiosa, de vez en cuando echaba una ojeada al huésped a quien no le gustaba la sal.

Cuando la comida terminó, Morgana se retiró para dejar a su dueño conversar a gusto con su invitado. Al cabo de una hora la joven entró nuevamente en la sala, y, con gran sorpresa de Alí Babá, ataviada como una danzarina: la frente adornada con una diadema de zequíes de oro, el cuello rodeado por un collar de ámbar, el talle ceñido con un cinturón de mallas de oro, y brazaletes de oro con cascabeles en las muñecas y tobillos, según la costumbre de las danzarinas de profesión. De su cintura colgaba el puñal de empuñadura de jade y larga hoja que sirve para acompañar las figuras de la danza. Sus ojos de gacela enamorada, ya tan grandes de por sí y de tan profunda mirada, estaban pintados con kohl negro hasta las sienes, lo mismo que sus cejas, alargadas en amenazador arco. Así ataviada y adornada, avanzó con pasos medidos, erguida y con los senos enhiestos. Tras ella entró el joven esclavo Abdalá llevando en su mano derecha, a la altura de la cintura, un tambor sobre el que redoblaba muy lentamente, acompañando los pasos de la esclava.

Cuando Morgana llegó ante su dueño, se inclinó graciosamente y sin darle tiempo a recuperarse de la sorpresa que le había producido aquella entrada inesperada, se volvió hacia el joven Abdalá y le hizo una ligera seña. Súbitamente, el redoble del tambor se aceleró Morgana bailó ágil como un pajaro, todos los pasos imaginables, dibujando todas las figuras, como lo hubiese hecha en el palacio de los reyes una danzarina de profesión. Danzó como sólo pudo hacerlo ante Seúl, sombrío y triste, David, el pastor. Bailó la danza de los velos, la del pañuelo, la del bastón, las danzas de los judíos, de los griegos, de los etíopes, de los persas y de los beduinos, con una ligereza tan maravillosa que, ciertamente, sólo Balkin, la amante reina de Solimán, hubiese podido hacerlo igual.

Terminó de bailar sólo cuando el corazón de su dueño, el hijo de su dueño y el del mercader invitado de su amo cesaron de latir y la contemplaron con ojos arrobados. Entonces, comenzó la danza del puñal; en efecto, sacando de improviso el puñal de su funda de plata, ondulante por su gracia y actitudes, danzó al ritmo acelerado del tambor, con el puñal amenazador, flexible, ardiente, salvaje y como sostenida por alas invisibles.

La punta del arma tan pronto se dirigía contra algún enemigo invisible como hacia los bellos senos de la exaltada adolescente. En aquellos momentos, la concurrencia profería un grito de alarma, tan próximo parecía estar el corazón, de la danzarina de la punta mortífera del arma, pero poco a poco el ritmo del tambor se hizo más lento y le atenuó su redoble hasta el silencio completo, y Morgana cesó de bailar.

La joven se volvió hacia el esclavo Abdalá, quien a una nueva señá, le arrojó el tambor que ella atrapó al vuelo, y se sirvió de él para tenderlo a los tres espectadores, según la costumbre de las bailarinas, solicitando su dádiva. Alí Babá, aunque molesto en un principio por la inesperada entrada de su esclava, pronto se dejó ganar por tanto encanto y arte y arrojó un dinar de oro en el tambor. Morgana se lo agradeció con una profunda reverencia y una sonrisa y tendió el tambor al hijo de Alí Babá, que no fue menos generoso que su padre. Llevando siempre el tambor en la mano izquierda, lo presentó al huésped a quien no le gustaba la sal. Hussein tiró de su bolsa y se disponía a sacar algún dinero para aquella bailarina codiciable, cuando de súbito Morgana, que había retrocedido dos pasos, se abalanzó contra él como un gato salvaje y le clavó en el corazón el puñal que blandía en la diestra. Hussein con los ojos fuera de las órbitas, medio exhaló un suspiro, y, cayendo de bruces sobre el tipaz, dejó de existir. Alí Babá y su hijo, en el colmo del espanto y de la indignación, se lanzaron hacia Morgana, que temblorosa por la emoción, limpiaba su puñal en el velo de seda y como la creyesen víctima del delirio y de la locura, la asieron de las manos para quitarle el arma, pero ella con voz tranquila, les dijo: "¡Oh amos míos! ¡Alabemos a Alah que ha dirigido el brazo de una débil joven, para así castigar al jefe de vuestros enemigos! ¡Ved si este muerto no es el mercader de aceite, el capitán de los ladrones, el hombre que no quiso probar la sal de la hospitalidad!"

Mientras hablaba, despojó de su manto al cuerpo caído, y mostró bajo sus largas barbas, al enemigo que había jurado su destrucción. Cuando Alí Babá reconoció en el cuerpo inanimado de Hussein al mercader de aceite dueño de las tinajas y jefe de los bandidos, comprendió que por segunda vez debía su vida y la de su familia a la adhesión atenta y al coraje de la joven Morgana, por lo que abrazándola, con lágrimas en los ojos; le dijo: "¡Oh Morgana, hija mía! Para que mi dicha sea completa, ¿quieres entrar definitivamente en mi familia como esposa de mi hijo, ese bello joven que aquí está con nosotros?" Morgana besó la mano de Alí Babá y respondió: "Acato y obedezco."

El matrimonio de Morgana con el hijo de Alí Babá se celebró sin tardanza ante el kadí y los testigos, en medio de gran alegría y regocijo. El cuerpo del jefe de los handidos, ¡que, él sea maldito!, se enterró en secreto en la fosa común que había servido de sepultura a sus antiguos compañeros.

En este momento, Schahrazada vio que amanecía y, discreta, se calló.